sábado, 15 de marzo de 2014

GRILLOS
















La puerta del ómnibus se abre al polvo que entra seco y amarillo, se baja un paisano, recoge una valija y mientras la puerta se cierra despacio las ruedas de adelante cojean un poco, tuercen a la izquierda y entran lentamente en los mejores meses de nuestra niñez.

El año de colegio se fué y después de la noche de fin de año cortita y calurosa llena de estrellas volvemos a la casita que papá alquila al señor Irazábal, el agrimensor.

Los barrancos forman una muralla enorme que oculta el tesoro más grande que hay: el mar más ó menos azul con sus olas imponentes chocando en la orilla…

Queremos llegar enseguida pero está lejos.

En la caminata por las calles de arena tropezando con las ojotas enganchadas a los pies pálidos y desnudos, dejamos que el viento juegue con las hojas de los árboles y esquivamos las piñas que se tiran de cabeza, el aire trae jazmines del Uruguay, sentimos el cuerpo calentito con el sol, nos reimos, nos sentimos libres y salvajes…

Nos encanta encontrar bajando el camino a la derecha a los viejitos polacos que guían nuestros pasos con olor a manzanas asadas que nos esperan cada verano.

Corremos cuesta abajo, hasta que vemos la casita pobre y prolija, protagonistas de una obra que representamos cada temporada entre hortensias lilas, claveles del aire blancos y rosados, hibiscos, uñas de gato trepadoras con flores amarillas, zorzales colorados, mburucuyás, ñandubay, espinillos, lapachos y mariposas que revolotean.

Sus dueños nos cuentan historias de viajes, de gente que vive donde las montañas son grandes, enormes, donde nieva y el horizonte está más cerquita.

En el campo de al lado hay muchos choclos grandes y ricos.

Nos metemos entre los yuyos a robar unos pocos y las hojas llenas de espinitas de la castilleja nos deja marcas rosadas muy finas en piernas y brazos que pican un montón.

Chicharras y grillos gritan aumentando la pesadez del calor del maizal que aprieta tanto que queremos salir nada más entrar, teniendo que andar con cuidado levantando mucho los pies hasta llegar a las mazorcas, vestidas con una barbilla marrón-dorada y un estuche verde.

Luego, rojos y sudados nos comemos con ansia los deliciosos y dorados choclos asados a la brasa por mamá con un poquito de sal y manteca.

En las noches en que no hay luna unas luces ordenaditas como cuadrados muy distintas a las estrellas muestran el lugar de una cárcel en el medio de la nada que se llama libertad.

Y cuando la luz blanca de la luna lo ilumina todo sentimos paz y es distinto que en el pueblo, muy distinto.

El mar nos encanta. A los tres.

Pasamos muchas horas en el agua hasta que la piel de las manos y los pies se nos queda arrugadita y parece que las uñas se van a salir en un golpe de ola.

Recuerdo una tarde de no sé que año, yo estaba en 2º. ó 3º de escuela, mis hermanos eran más chicos.

Nunca la olvidé. Nunca.

La mañana hizo sol con algunas nubes, claro, típico del paisito.

Estábamos en el mar, que nos atraía con fuerza.

El cielo se fué cubriendo de nubes negras pero nosotros seguimos nadando, haciendo piruetas, la plancha, escondiéndonos debajo del agua...

Tiritábamos, los dientes chocaban unos con otros de frío.

La luz cambió y nosotros seguimos jugando.

Las nubes se arremolinaron dejando un hueco junto al mar que nos recordaba que aún era de día

Empezaron a caer goterones muy gruesos que se confundieron con el mar.

Mamá hacía gestos exagerados, como cuando quiere que salgamos rápido pero sus palabras nos llegaban cortadas por el viento, no se qué de tormenta, lluvia, decía...

Salimos y nos envolvió en toallas uno a uno.

Los barrancos eran montañas enormes, el viento sacudía nuestros cuerpecitos flacuchos con las manos cargadas con cubos y palas y agrarrando a duras penas las toallas.

Soplaba cada vez más fuerte haciendo de cada paso un esfuerzo increíble; la arena blanca y finita subía y nos envolvía, se nos metía en los ojos, entre los dedos de los pies.

Cuando por fin vimos la casita parecía alejarse más y más, chiquita la veíamos a los lejos, no llegábamos nunca.

El frío formaba parte de nosotros.

Las piedritas del camino giraban hacia arriba con el viento y nos golpeaban.

Los relámpagos iluminaban el cielo ya oscuro. Después oímos brooom ¡!! rayos y luego truenos que eran como calles del mapa de un mundo que existía del otro lado de la tormenta.

Los árboles se tambaleaban, caminabamos asustados temblando, enredados en las toallas como fantasmas y caían justo después con mucho mucho ruido.

El aire giraba avanzando como un trompo gigante cada vez mas cerca.

Cuando por fin llegamos a la casa-iglú de chapa de zinc de un solo ambiente iluminado con velas, nos resultó el sitio más seguro, caliente y maravilloso del mundo.







3 comentarios:

  1. Simplemente Maravilloso...La fuerza y sensibilidad con la que escribes consigue teletransportar a quien te lee a ese precioso lugar. He sentido la arena, la lluvia y el frío, incluso la tranquilidad y el confort del hogar del que hablas...Enhorabuena!
    Tu trabajo y esfuerzo son visibles en relatos tan bien hechos como este ¡Sigue así!

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  2. Magdalenaaaaaaa guapaa! Soy Sofía, ya te sigo y te leo! Un beso!!!!!!!!

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  3. Gracias por dejarnos subirnos a la Onda de hace tanto tiempo, viajar contigo, tus hermanos y tu madre a Kiyu y vivir una de las tantas repentinas tormentas de verano!! lo de las olas imponentes no la tenia... aunque todo es posible en ese maravilloso rio como mar :-)....

    Dan ganas de volver a esos pagos...

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