martes, 27 de mayo de 2014

LA LUCHA CONTINÚA


La esterilla, el saco de dormir de la última acampada, la mochila que dormía en el trastero... se quedaron en el pasillo de la vieja casa.

La marcha había terminado con éxito, debían volver a sus cuarteles a la espera del tiempo del estío y el mar.

Pero no se movieron.
Permanecieron cerquita de la puerta como esperando...
















lunes, 26 de mayo de 2014

CANDIDO





Fotografía de juan Angel Urruzola
www.amsterdamsur.nl


La escollera Sarandí prolonga una calle de la ciudad vieja, la calle Sarandí que se alarga abandonando paulatinamente su empedrado como una corte de enamorados para abrazar el único amante auténtico, el mar.

Han anunciado tormenta.

El aire se calma.

Un gris oscuro enmarca los pasos de Candido Odriozola, 18 años, alto, cara de vasco, rostro alargado, nariz prominente, mirada lánguida, largo cuello.

Traje y sombrero al uso, elegante, camina flanqueado por los rayos que descubren las fachadas coloniales de Montevideo.

Un rezongo enojado y corto quiebra la calma chicha.

Las azoteas cuadradas e iguales tienen por un momento cuernos luminosos de un toro que nadie ve, dan cornadas de luz al cielo y desangran las nubes en azules.
A Candido le fascina.

La tormenta alarga el dedo índice de cargazón en el aire y le llama.

Le agarra del fondillo de los planchados pantalones y le lleva calle abajo.

A medida que camina la calle se angosta.

Las de la izquierda terminan en la costa sur.

Las de la derecha acaban después de una pendiente muy acentuada en la bahía y el puerto capitalinos.

El ladrido de un perro da verosimilitud a la noche tormentosa.

Candido avanza, apurando los pasos por el empedrado y divisa mar por todos lados.

Las gotas comienzan a caer como si no fuera con ellas, como por descuido hasta que se animan y se precipitan todas juntas lavando Montevideo.

El joven llega a la punta de la alargada escollera empedrado tras paso apresurado anhelante de ser público de aquel espectáculo único.

Su juventud y su sombrero trascienden la bahía.

Llueve.

Llueve como únicamente llueve en Montevideo, un llanto interminable de una lavandera humilde.

Como fuegos de artificio, los refucilos de los gauchos bosquejan la silueta de Candido, empapado, aterido y no importando, recita para sí las historias que ha leído, tempestades, barcos, navegantes, piratas, Río de la Plata confín del mundo, entrada a “El Dorado”, sitio de paso...

En rondas de mate futuras relataría que sintió unos pasos detrás, con el taconeo que no sabemos a que pies pertenecen ni que motivan a sus dueños a moverlos ni adonde se dirigen, excepto a nuestro encuentro, para qué.

La oscuridad es tan inmensa como el mar que se precipita más acá de la escollera.

Un refucilo enciende la luz y allí está, con su uniforme de policía preguntándose qué hace allí ese joven calado hasta los huesos, de porte elegante y sombrero empapado.

Su lógica de autoridad que controla y no permite, su lógica de obediente que se crece en las prohibiciones que le dicta una ley que él no ha hecho, le convence de la inminente acción de contrabando que se estaba llevando a cabo bajo aquellas condiciones climáticas ideales para tal fin...


Candido, Beba, Bitucha y Magdalena
                                                        Escollera Sarandí al atardecer